lunes, 9 de febrero de 2015

Rigoberto, un viejo loco, un recogelatas letrado...

Cuando lo tropezamos, en nuestra primera caminata en el pegajoso verano de Buenos Aires, se me antojo la viva estampa del Barón Munchausen. Francamente le habría evitado. No estaba sucio. No olía mal. Tampoco parecía demasiado loco. El Chino, que se entretiene saludando y hablando con cuanto cristiano se le atraviesa, enseguida le respondió el saludo, cuando nos abordo presentándose "Don Rigoberto H. Cardoso, explorador, viajero, enamorado y amante, tutor de buenas causas, Parrandero insigne y fiel amigo, caraqueño de nacimiento y ciudadano del viento...a sus ordenes colegas compatriotas". Ahora si es verdad que se completó la cosa, pensé, con este calor y además se nos pega este loco. Pero en un instante de reflexión pensé, tal vez no es un mendigo, tal vez si era un compatriota, tal vez necesitaba ayuda. Mientras luchaba con mi propia naturaleza esquiva y tímida, y me exigía algo de caridad cristiana, de esa que se debe aún cuando uno ha perdido la fe, ya Roberto había hecho migas con el individuo, y se disponía a sentarse al resguardo de una sombrilla en una pequeña mesa del café que queda en el segundo piso de la casa Ezeiza. Hola joven! Me dijo con voz altiva y una media sonrisa, regreso usted de donde se se fue. De inmediato desperté del transe en el que me había sumido mi propia dialéctica. El condenado viejo me había leído la mente. Hacia demasiado calor y demasiado sol, la verdad no importaba si era brujo, loco o recogelatas, farsante o embaucador, necesitaba algo de sombra y un buen vaso de agua. Me senté con ellos. Allí comenzó una serie de relatos a los que asistí, sin darles mucho crédito, pero entretenido con ellos. Rigoberto, o "Don Rigo" como le decía el Chino, nos acompaño por días, a cambio de café y unas galletas o una botella de vino y empanadas y nos relato las más extravagantes teorías y las mas inverosímiles aventuras. Se dijo ligado sentimentalmente a damas del mundo entero, de todas las edades, de todos los tamaños y colores, vivas y ahora fallecidas. Harían falta no dos sino cuatro vidas para atender media hora a cada una de las damas de aquella larga lista que, según sus relatos, habían compartido no su lecho, sino su corazón. Había conocido a políticos, revolucionarios, próceres, príncipes y militares de la mas variada realea. Había hecho amistad y parrandeado con algunos y peleado con otros. Supongo que de ser ciertos sus relatos, Rigoberto era en realidad un vampiro inmortal. Me parecía un charlatán. Pero confieso que en su perorata era extraordinariamente coherente, casi filosófico. Y sinceramente al final termine encariñándome con el viejo. En todo caso, por un par de semanas asistimos a clases durante el día, y por la tarde caminábamos como unos desesperados con el viejo por toda esa hermosa ciudad, que parece un París agigantado, escuchando las tesis trasnochadas de Rigoberto y destornillados de la risa por sus ocurrencias. 

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